Historia estelar.

sábado, 30 de mayo de 2009

Los almitas asoman sus narices frías cuando la ciudad coincide en sueño. Esos minutos que a veces son segundos o milésimas, bastan para que concreten su trabajo, descolgar estrellas del cielo y esconderlas en su guarida.
No les puedo explicar la sensación que me envolvió la noche que vi a un almita bajar una estrella, o mejor dicho, si puedo explicarles, pero no sé si van a creerme...

Trabajo como sereno en un local de artículos para el hogar. Es un trabajo rutinario, solitario, como todos sabemos. La falta de compañeros ayuda a que los párpados pesen plomo y venza el sueño.

Hace 1095 días, o tres años, el sueño me había derrotado como de costumbre. Un perro callejero me despertó con un ladrido agudo, al borde del aullido, salí a la vereda y lo reté como a un niño, pero en idioma perruno - ¡Cáchilo! ¡Fuira de ahí! - se calló de mala gana, protestando quejidos y estornudos.
Respiré profundamente la noche, me parecía hermosa “alguien debería de haberle puesto silenciadores a las gargantas de los sapos y a los escapes de los autos” pensé mientras sonreía de gozo. “Que paz” dije a la noche y di un giro sobre mis talones para volver al trabajo, fue ahí cuando lo vi… el cuerpecito blanco y pululante del almita subió al cielo enroscándose como un tirabuzón hasta hacerse un punto alfiler a la vista. Luego desapareció por completo.
El perro, que se había ubicado imperceptible a mi derecha, aulló a la luna apuntando el hocico en dirección contraria a donde buscaban mis ojos, entonces me sumé a la perspectiva. Una estrella se despintó del cielo; había visto estrellas fugaces, sobre todo en campo abierto, pero esta no desaparecía perdiéndose en el abismo, sino que caía en picada hacia la tierra, más precisamente en dirección donde yo estaba. Entonces el estallido, me temblaron los huesos, fue un espasmo terrible. El impacto destelló un fogonazo que volvió blanco todos los objetos de alrededor. El universo concebido, tan material, tangible e invulnerable, inexorablemente ligado a mi existencia, había dejado de ser tal para volverse un blanco purísimo, primitivo. Todo este gran desorden transcurrió en el silencio mas puro. Tamaño desorden a la retina y ninguna vibración que me cosquilleara el tímpano para decirme (si, todo esto ocurrió en verdad)
Lentamente las cosas comenzaron a recobrar sus formas y colores. Las calles volvieron a ser calles, los edificios, edificios, la esquina volvió a tener su antiguo buzón, su vereda desprolija y yo, con mis manos reapareciendo ante mis ojos, volví a ser.
Todo fue lo de antes, salvo el humo blanco, repleto de pequeñas y crispantes partículas azules, eléctricamente azules, que escapaba de una alcantarilla cercana. Fui hasta allí, levanté la tapa de hierro y descendí, sintiéndome por primera vez en la vida como una hormiga bajo toneladas de pavimento, tierra y cemento.
Busqué algún encendedor o cerilla en los bolsillos, algo que me ayudara a trazar el mapa tubular y subterráneo donde me hallaba. Había olvidado todo en el paquete de cigarrillos, dentro del local donde trabajaba.
La oscuridad era sepulcral, mis manos eran mis ojos, así avancé a tientas hasta que vi pasar a un almita resplandeciente, unos 200 metros más adelante. Lo seguí haciendo el menor ruido posible. Al llegar a una bóveda-laboratorio se detuvo, uniéndose a varios almitas mas que, aparentemente, trabajaban en algo que comprendí luego.
De rodillas, oculto detrás de unas grandes cañerías, los observé por largo rato.

- Chriiii chriiii woko olimmm.
- Baaaa shi friiiiiiiiic.
- Chriiiiii xiam xiam xiam.

Chirriaban en su idioma incomprensible, pululaban enérgicos alrededor de pedazos de estrellas que se apoyaban en una especie de mesas compactas y cuadradas.
Algunos simplemente conversaban, otros envolvían en aluminio pedazos incandescentes de estrellas, calculé, con el objeto de enfriarlas, y más alejados, en el fondo de la bóveda, un grupo de almitas desenvolvían los paquetes de aluminio y, mediante instrumentos punzantes, reducían a polvo los astros celestes ya enfriados. El polvo obtenido era depositado en pequeños tubos de vidrio, tal cual los de laboratorio.
Cuando estaba completamente compenetrado en el alocado escenario, algo peludo me rozó el pié, era una gran rata, gorda, cerdosa. Del susto y la impresión, pegué un estampido y fui a dar un cabezazo involuntario contra las tuberías que colgaban del techo, el golpe sordo hizo eco de mi presencia.
Los almitas habían dejado de hacer sus labores y, unánimemente, me observaban con sus grandes ojos violetas.
Comenzaron a chirriar:



Primero uno


- Whuni i -i -p.


Luego otro
- Fe fe iiiiiiiiiiiiiiiiiiii.

Y otro
-Iaaaaa quiiiiiiiiiium.


Y llegó un momento en que me pareció que todos chirriaban debatiendo qué hacer conmigo.
Ni siquiera atiné a correr, quedé petrificado, esperando que el jurado dictamine sentencia. Uno de ellos se acercó y me apoyó su manecilla helada sobre el hombro. Esperando lo peor, le supliqué que no me hiciera daño. Con la otra mano tapó mis ojos y viajé, o tal vez no, a un plano distinto del que sabe mi existencia; el caso es que me encontré flotando en el cosmos, el planeta Tierra se veía esférico, distante, y fui testigo de las acciones de los almitas, los vi robar estrellas y llevarlas hacia la Tierra. La imagen se tornó familiar cuando comprendí el significado: la Tierra “un óvulo”; las estrellas “el fertilizante de la vida”. Luego un talco estelar envolvió la atmósfera y todo germinó sin respiro.

Cuando volví en si me encontré parado en la vereda del local donde trabajo, sosteniendo un tubito con polvo estelar en la mano.
Sonó el celular, era mi novia, llamaba para darme la mejor noticia jamás recibida... estábamos esperando un bebé.

Nuestro pedacito de estrella se llama Santino, tiene ya dos años y tres meses.
A poco tiempo de nacer, recuerdo latente, emitió sus primeros sonidos

- Wiki aia friiiiiiiiiiii…

Todo, menos la cabeza.

jueves, 14 de mayo de 2009

Había olvidado la carnada arriba de la mesa, en el garge, en el estante de arriba, en algún lugar de su mundo. Los anzuelos colgaban alocados y desnudos al viento, que los mordía en dirección sur. Revisó cada recoveco de la camioneta, puso la mano en la pera intentando recordar e hizo agua en el esfuerzo.
Lejos de ocultar a los peces, el agua los delataba en sus más tímidos movimientos. Se los veía bien alimentados, grandes, como gustan ser pescados. La belleza del paisaje respondía directamente a la ausencia del hombre. Las palmeras meneaban sus melenas copiosas del suave oleaje del mar. Golpeando contra las rocas costeras, un frasco oscuro, carcomido por la sal, era el único reproche a la pulcritud de la playa.
Los cormoranes volaban en círculos sobre la cabeza del pescador. En el alboroto lograron llamar su atención, en cierto momento le pereció ver que la bandada se alineaba de tal manera que, uniendo a cada individuo con el trazo de la imaginación, formaban la pululante figura de un pez ceniciento en contraste con el azul profundo del cielo. La figura duró algunos segundos, luego se desintegró en un bombardeo plumífero que arremetía contra la mar y se alzaba en vuelo apesadumbrado por el peso adicional de los besugos.
El llamado del cardumen era tan irresistible que hasta creía verlo en las nubes; pero su torpe memoria mantenía los anzuelos desiertos. Maldijo entre dientes el agujero de su cabeza y repasó la búsqueda entre sus pertenencias.
Trató de encontrar algún cangrejo, pero se habían tomado vacaciones mar adentro, al igual que los cornalitos y demás bichos posiblemente útiles para cebo.
Husmeó en la orilla, debajo de las rocas, entre las algas, y hasta sistemáticamente, en sus bolsillos. La paciencia, frágil estructura en caída libre, acababa de encontrar el fondo haciéndose añicos.
En un ataque de ira tomo la caña y lanzó con violencia un tiro que, en vez de ganar distancia, gano espectacularidad en altura, tuvo que hacerse sombra con la mano para divisar la plomada que parecía tragada por el sol. Cuando la gravedad la devolvió, cayó a pocos metros suyo, exactamente donde el cardumen de peces. Rió nervioso por lo tragicómico de la situación “había hecho cientos de quilómetros, había encontrado el paraíso de los peces; ahí estaba, con el mar y el cardumen haciéndole cosquillas en los pies, y el muy estúpido con un montón de tanza, plomo y acero sumergido en el edén, o detalle: sin carnada”. El sacudón de la tanza lo volvió de sus pensamientos, se hizo presente con firmeza en su dedo índice e instantáneamente comenzó a enrollar. Tres peces habían mordido su destino, unido al pescador y a su saña. Sostuvo incrédulo entre sus manos las apreciables piezas.
Con el segundo lanzamiento vinieron tres mas, situación que se repitió una y otra vez en un tire y junte incesante, en un permanente chapotear de aletas que no se resignaban a abandonar el mar y se anclaban con desespero a la arena mojada, testigo casual de la lucha vana, que terminaba irremediablemente en el depósito de plástico, estertores por medio, en el apagar piadoso de la muerte.
La emoción no le cabía en el pecho, no lo dejó pensar en lo ilógico de la pesca hasta agotado el stock. El recuento sumó veinticuatro pescados de inmejorable tamaño y condición. Extenuado, se desplomó en la arena y ahí quedó, pensativo, mirando la otananza.
Cuando la luna decidió retirar la marea emergió el primer cangrejo. El pescador lo vio dirigirse a toda prisa detrás del frasco oscuro, que había quedado varado entre las piedras; con ayuda de sus pinzas logró echarse el frasco al lomo y caminar los cinco metros distantes hasta pescador. Lo depositó al alcance de su mano y luego se fue, ya interesado en los bichos que encontraba a su paso. Sin demaciada sorpresa, el pescador encontró en el interior del recipiente las lombrices rojas que había seleccionado minuciosamente y que accidentalmente, había olvidado en su casa.

A la mañana siguiente despertó temprano para ir a pescar, revisó los preparativos y efectivamente, había olvidado incluir en ellos al frasco oscuro con la carnada viva, que yacía expectante en la pileta del lavadero.
La pesca fue exitosa.
 
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