Calipso show

lunes, 30 de marzo de 2009

El asfalto ardía con las tres de la tarde; las casas desmayadas, dormían la siesta a pestañas cerradas protegiendo sus cristalinos del sol intratable.
Las hormigas coloradas corrían histéricas sobre las baldosas hirvientes para no quemarse las patas; la presa, una mosca muerta de sed.
Los gatos a la sombra de los autos, los autos a la sombra de las plantas, las plantas, de vez en cuando, a la sombra de alguna nube pasajera.
El pueblo panza arriba, en una siesta sepulcral.
Reinaba el silencio, el cansancio de los estómagos llenos y la vigilia de los pequeños.
Como tantas otras tardes, los pequeños esperaban el sonido de los despertadores de sus padres jugando en voz baja, imaginando en silencio las cosas mas increíbles, esperando ansiosos la hora de salir afuera, de la pelopincho del patio, del encuentro con los amigos del barrio donde se andaba en bicicleta, se jugaba al fútbol, a las escondidas, a lo que se inventara en el momento.
El silencio de esa tarde se quebró para siempre con la llegada de Calipso.
Una decena de vagones tirados por un viejo Mercedes Benz que articulaba mil sonidos mientras se paseaba tortulento anunciando su llegada triunfal por el altoparlante:
“Damas, caballeros y niños... desde ninguna parte llega el gran circo gitano... Calipso!!!. Bestias abominables, hombres monstruos, acróbatas suicidas y la risa desopilante de los payazos Puntiagudos. Este domingo primera función. Entradas en venta desde 15 pesos...!!!”
Los niños aparecieron como espectros a lo largo y ancho del pueblo. Eran ojos grandes hechizados por los colores descascarados de la caravana maltrecha.

Dicen que en los pueblos las gentes son mas buenas, mas mansas, y algo de cierto hay, pero ese día algo extraño sucedió; al último acoplado se le sumaba un enjambre de niños locales que, corriendo o en bicicleta, agitaban al grupo de enanos que viajaban en cola de la carabana, los apedreaban y apaleaban y vociferaban todo tipo de bromas sobre sus dimensiones. Los brazos cortos asomaban por entre las rejas tratando de agarrar a los sabandijas agresores, hasta que un palazo los devolvía al interior.
El susto se lo llevaron cuando el camión clavò los frenos y la puerta del vagón de los enanos cayó al asfalto dejando face to face a los contrincantes. El conductor de la màquina, un viejo alto y flaco de pelos blancos achicharrados, se sumó al conflicto látigo en mano.
Los niños llegaron a sus casas chorreando mocos en sus caras sucias de espanto. Los comentarios no tardaron en aparecer: que los leones eran enormes y los alimentaban con perros, que los payasos eran diabólicos y los hombres raros miraban con odio a los niños; pero por sobre todo, que esos enanos inmundos habían agredido a los pequeños sin mesura.
El intendente hizo oídos sordos, sabía como eran las cosas y además, estaba el adorno del circo, que era bastante acaudalado como para atender reclamos insensatos del pueblo.

Finalmente el el circo se armó en la vieja estación de ferrocarriles ... La carpa principal, imponetente, con sus dorados y púrpuras a rayas apuntando al cielo, los banderines agitándose al viento. En la punta, rayando las nubes, una bandera negra, como anticipando la guerra.
El predio se había transformado en un mundo fantástico donde personajes bizarros ensayaban sus números correspondientes.
En la calle se decía que los enanos hacían pesas todo el tiempo, y que seguramente, mientras sus bolos musculares iban en aumento, no dejaban de pensar en los pequeños del pueblo.

Calmados los ánimos, no había niño que quisiera perderse la primera gran función; después de todo sus padres se harían cargo de los enanos si se armaba la gresca.
A las 10:00 en punto, los payasos Puntiagudos comenzaron el espectáculo haciendo y diciendo todo tipo de disparates. Siguieron los domadores, entre los cuales estaba el hombre alto del látigo. Vinieron los acróbatas, la adivina, el hombre llama, el hombre lobo, el de las cuatro manos, los malabaristas y por último los contorsionistas transexuales.
Los enanos vendían bebidas y golosinas entre el público presente. Las miradas se trenzaban odiosas entre vendedores y niños y todo hacía prever el desastre inminente. Y así fue, a poco de culminar la función uno de los niños no resistió la tentación y vació un baso de gaseosa en el hueco del calzoncillo de un enano que se había agachado a recoger unas monedas y que dejaba entrever el comienzo de las pequeñas y peludas nalgas. Hubo agarradas de pelos, trompadas, patadas e insultos. Pueblo contra circo.
La policía local puso punto final.
Al causante del conflicto le prohibieron la entrada a la próxima función.

La noche quedó en calma. El cielo ayudaba desplegando sus constelaciones a todo esplendor. La paz se extendió hasta la siguiente puesta en escena, cuando el animador del circo se presentó sin música alguna, con la seriedad de un águila imperial, y comunicó la mala nueva: “Los enanos han desaparecido, nadie ha visto nada, nadie sabe que pasó... pequeños demonios!!!”
Los padres miraron a sus niños, los niños dijeron “no fui yo”.
Calipso echó al público presente y la adivina apareció entre bambalinas y soltó una maldición a los chicos de la población.
Siete días reclamaron a sus enanos frente a las autoridades del pueblo y nada; las investigaciones hacían agua, los niños juraban que ellos NO.

Los años pasaron desde aquel entonces y el pueblo nunca más durmió la siesta en paz. Aun hoy, por las tardes, se pueden oír murmullos deformes que llegan con el viento desde la laguna detrás del pueblo.
Los cientos de niños de esa época envejecieron naturalmente, pero conservando la misma altura que tenían en aquella última función. Ninguno pudo borrar de su memoria palabra alguna de la vieja maldición.
 
Design by Pocket